Corazón de tinta

Corazón de tinta Tintenherz

Tras la visita nocturna de un desconocido llamado Dedo Polvoriento, Mo -el encuadernador de libros- y su hija Meggie abandonan de inmediato su hogar. En el equipaje llevan, además del mínimo de maletas y enseres, un libro misterioso, al mismo tiempo valioso y peligroso.

Quiénes son de verdad Dedo Polvoriento, Capricornio o Lengua de Brujo lo sabrá la joven Meggie por las respuestas que encuentre en un viejo pueblo de las montañas de Liguria... y también en un libro. Cuando Mo, el padre de Meggie, saluda a un extraño visitante que aparece en su casa, la niña siente que aquella persona emana un peligro, quizá una gran amenaza contra su padre... y entonces huyen al sur, a la casa de tía Elinor, propietaria de una de las más fascinantes bibliotecas que uno pueda imaginar. Meggie descubrirá que los forasteros que misteriosamente aparecen y desaparecen, como aquel visitante nocturno, llaman a su padre Lengua de Brujo, ya que tiene el don de dar vida a los personajes de los libros cuando lee en voz alta

Aquella noche llovía. Era una lluvia fina, murmuradora. Incluso años y años después, a Meggie le bastaba cerrar los ojos para oír sus dedos diminutos tamborileando contra el cristal. En algún lugar de la oscuridad ladraba un perro y Meggie no podía conciliar el sueño, por más vueltas que diera en la cama.Guardaba debajo de la almohada el libro que había estado leyendo. La tapa presionaba su oreja, como si quisiera volver a atraparla entre las páginas impresas.—Vaya, seguro que es comodísimo tener una cosa tan angulosa y dura debajo de la cabeza —le dijo su padre la primera vez que descubrió un libro debajo de su almohada—. Admítelo, por las noches te su- surra su historia al oído.—A veces —contestó Meggie—. Pero solo funciona con los niños pequeños —como premio Mo le pellizcó la nariz.Mo. Meggie siempre había llamado así a su padre. Aquella noche —en la que tantas cosas comenzaron y cambiaron para siempre— Meggie guardaba debajo de la almohada uno de sus libros y cuando la lluvia le impidió dormir, se incorporó, se despabiló frotándose los ojos y sacó el libro de debajo de la almohada. Cuando lo abrió, las páginas susurraron prometedoras, Meggie opinaba que ese primer susurro sonaba distinto en cada libro, dependiendo de si sabía lo que le iba a relatar o no. Sin embargo, ahora lo fundamental era disponer de luz. En el cajón de su mesilla de noche escondía una caja de cerillas. Su padre le había prohibido encender velas por la noche. El fuego no le gustaba.—El fuego devora los libros —decía siempre, pero al fin y al cabo ella tenía doce años y era capaz de controlar un par de velas.A Meggie le gustaba leer a la luz de las velas. En el antepecho de la ventana tenía tres fanales y tres candeleros. Cuando estaba aplicando la cerilla ardiendo a una de las mechas negras, oyó pasos en el exterior. Asustada, apagó la cerilla de un soplido —¡con qué precisión lo recordaba todavía muchos años después!—, se arrodilló ante la ventana mojada por la lluvia y miró hacia fuera. Entonces lo vio. La oscuridad palidecía a causa de la lluvia y el extraño era apenas una sombra. Solo su rostro brillaba hacia Meggie desde el exterior. El pelo se adhería a su frente mojada. La lluvia chorreaba sobre él, pero no le prestaba atención. Permanecía inmóvil, los brazos cruzados contra el pecho, como si de ese modo pretendiera entrar en calor. El desconocido no apartaba la vista de su casa desde el otro lado. «¡Tengo que despertar a Mol», pensó Meggie. Pero se quedó sentada, con el corazón palpitante, los ojos clavados en la noche, como si el extraño le hubiera contagiado su inmovilidad. De pronto, el desconocido giró la cabeza y a Meggie le dio la impresión de que la miraba de hito en hito. Se deslizó fuera de la cama con tal celeridad que el libro abierto cayó al suelo. Echó a correr descalza y salió al oscuro pasillo. En la vieja casa hacía fresco, a pesar de que estaba finalizando el mes de mayo. En la habitación de su padre aún había luz. Él solía permanecer despierto hasta bien entrada la noche, leyendo. Meggie había heredado de él la pasión por los libros. Cuando después de una pesadilla buscaba refugio a su lado, nada le hacía conciliar el sueño mejor que la tranquila respiración de su padre junto a ella y el ruido que producía al pasar las páginas. Nada ahuyentaba más deprisa los malos sueños que el crujido del papel impreso. Pero la figura que estaba ante la casa no era un sueño, era real.

Cuando comencé a escribir "Corazón de Tinta" no tenía ni idea de que cómo esta historia crecería en mi cabeza hasta ser más de un libro. Ya hacía mucho tiempo que quería escribir una historia en la que los personajes cobraran vida. Porque... ¿qué devoralibros no conoce esa sensación de que un personaje es más real y cercano que la gente que se conoce en la vida real? La explicación es muy sencilla. ¿Qué persona real nos deja llegar tan al fondo de su corazón tal y como sí nos lo permite un cuentacuentos? Podemos curiosear hasta lo más hondo de las almas, ver el miedo, el amor... todos los sueños. Pero había todavía algo que me impulsó a escribir esta historia: una historia que tenía continuamente ante mis ojos. La de una niña que se desliza de su cama una noche, va hacia una ventana mojada por la lluvia y fuera... ve a alguien. Lo veía claramente, tanto como en una secuencia de cine, y tuve que ir a ver qué historia se escondía detrás de esa imagen. Bueno, claro, evidentemente, leí muchos, muchísimos libros acerca de libros y coleccionistas de libros, ladrones y asesinos de libros... locos bibliófilos, encuadernadores (como Mo)... y di con muchas cosas e ideas con las que llenar mi historia. Nunca me ha resultado tan sencillo escribir como en Corazón de Tinta, nunca gritó tanto una historia por ser plasmada en un papel. Quizás porque se trata de una historia acerca de mi pasión, la pasión por los libros, pero también la de leer en alta voz. Bien, espero espero que disfrutéis de la lectura tanto como yo lo he hecho escribiendo.¡Bienvenidos al laberinto de las letras!

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